Dispuesto a iniciar su canto de la tarde, el jilguero miró su reloj solar y contó los segundos que aún faltaban para el momento preciso, el instante fecundo. La luz del sol encendió de verde la hoja del paraíso. Junto al pasto sentado con su guitarra tocaba un tema de Árbol.
El Liquidambar comenzaba a perder sus primeras hojas moradas. Hay cosas que suceden sólo una vez en la vida, tal vez dos.
Del plátano cayeron tres hojas y formaron un escuadrón, el ciprés lanzó el suyo y se tranzaron en duelo sostenidas por el viento hasta caer exhaustas en el suelo entre los chicos que pateaban una pelota en la plaza.
Las hojas caen, y como la lluvia, se hacen constantes. Todo se transforma en un eterno presente que conspira contra el tiempo.
Una melodía envolvente, una regresión al infinito. La materia se confunde y se funde con el vibrar de la música.
Tirando desde el pasto una mirada traslúcida me sonrió y no supe que decir, la música de su risa había hechizado mi mente haciendo silencio en mis pensamientos. Tuve un momento de paz...
Nada más maravilloso que el silencio...
Cuándo realmente sentimos silencio?
Hay posibilidades de un silencio sepulcral?
Tal vez sólo haya menos ruido...
Sostuvo con sus manos los bordes y metió la cabeza en el hueco, estaba tibio y vibraba el vacío. Había respiración murmullo y ritmo, era una canción. Tamborileó con las yemas de los dedos, rasgueó en las cuerdas y su cintura descansó. Pulsó una última vez.
El tan ansiado vacío, la ausencia de toda sensación, de todo sentir.
La nada consumiendo cada minúscula partícula de existencia.
Ya no hay nada que esperar ni en lo que estar esperanzado, ya no hay nada.
En lo absoluto se esparce y aparece la ceguera total del fenómeno.