martes, 11 de octubre de 2011

El invierno cruzado



En el transcurso de esa noche de invierno el poeta se dejaba llevar por la inútil tarea de poner más ropa sobre su piel. Una pequeña camisa de algodón, un chaleco de lanilla, un suéter de lana tejido a mano, una frazada apolillada. Nada era suficiente porque el frío le venía desde dentro y se le hacía carne; su frío venía desde el invierno del alma solitaria y olvidada. Era mera casualidad que ambos inviernos se cruzaran y lucharan en las entrañas apagadas de ese cuerpo decadente.
El poeta se sentó en aquella antigua silla que conocía todas las formas que había tenido su cuerpo, quiso sumergirse un poco más para formar una coraza. La imposibilidad de este recurso no le sorprendió, a pesar de ello gimió por no poder ser parte de aquella madera que parecía inerte e insensible. Tomó su pluma y escribió con seguridad todas y cada una de las palabras que ya había organizado, con anterioridad, en su mente.
Estaba dicho que él escribiría esas palabras y no otras. Estaba ya en su esencia el ser poeta y estaba destinado a realizar esa obra. Desde antes de los tiempos, desde antes de la actualidad del mundo, esos versos ya estaban siendo escritos por su mano temblorosa, huesuda y fría. Ese escribir en el papel era el despliegue de su ser sobre la materia. Cada trazo se llevaba una gota de su sangre y de su alma.
Él pensaba claramente en la inmortalidad, en esa idea de inmortalidad que nos parece tan atractiva a todos los que tememos la inexistencia, el vacío, la nada. Las palabras que tallaba delicadamente con su pluma sobre esa hoja representaban la vida eterna, la permanencia, la trascendencia, la superación de este pasaje efímero por el cuerpo. Ya Platón había hablado de los hijos inmortales de Hesíodo y Homero. Él tenía el mismo don y el mismo derecho a la inmortalidad.
Habiendo terminado y firmado su largo poema, se dispuso a descansar. Desde la cama vio la oscuridad total de ese cielo cerrado y sintió el terrible hedor de la muerte. Entonces quiso cerrar sus ojos, pero algo se lo impidió. Una sombra oscura caminaba de un lado a otro de la habitación. El frío se hacía cada vez más espeso, como si la misma sangre se le fuera helando y todo su cuerpo comenzara a entumecerse. La sombra se alargaba sobre las paredes descascaradas y su risa se transformaba en grotescos gestos negros y deformes.
­ ¡Inmortales!­ gritaba rabiosa la sombra­. Imbéciles, torpes y necios que sin saber que son aquello que buscan ser, se entregan al eterno dolor de la materia convulsionante y cambiable.
­Ya estoy listo­ dijo el poeta, con voz tímida, sin saber muy bien si al decir lo que decía se salvaría o se hundiría para siempre.
­ ¿Y para qué estás listo?­.
­Para morir­ respondió él­. ¿Acaso no vienes a llevarme? Ya dejé todo listo para partir. Mis obras serán leídas y yo seré recordado por miles de generaciones como uno de los poetas más prolíferos de mi época.
La muerte se compadeció, pocas veces había sentido algo así por un hombrecito. Tantas veces los había visto caer, uno tras otro, por el camino inverosímil de la materia. Escribir con sangre, pensaba ella, buscar intersticios temporales para robarle un segundo más al tiempo. Si supieran que no hay manera de nacer o morir.
Ella lo observaba con detenimiento.
Él escuchaba su pensamiento con profunda congoja.
­He equivocado los caminos­ susurró.
La sombra cubrió las patas de madera de la cama, luego las ventanas del cuarto. Las cortinas se tornaron oscuras. El poeta comenzó a sentir, en las puntas de sus dedos, un raro hormigueo que se trasladó al resto del cuerpo. Si la noche le había parecido cerrada ahora le parecía hermética. Supuso que el trabajo intelectual que le había llevado volcar, todo lo que había preparado durante años sobre el papel, lo había dejado agotado al extremo de la locura.
Ella se fue alejando hasta que tomó una forma definida, luego se desvaneció a la altura del espejo. El poeta, gracias a las fuerzas de la curiosidad que lo habían llevado por extraños caminos, se acercó para verla. Esperaba encontrar su reflejo o el de la sombra, sin embargo, no halló nada. Un abismo negro se abría ante sus pies. Lo más temido por él aparecía ante sus huecos ojos.