miércoles, 28 de enero de 2009

Otro final para "Los siete locos"

Entró a su cuarto completamente exhausto, ya no quería seguir pensando cómo burlar lo que se sabía a ciencia cierta era inevitable. Sólo pedía un poco más para poder terminar algunas cositas, esos inventos fracasados que debían ser revisados, la rosa, algunos pesticidas, un lanzallamas.

Lo que nunca osó pensar el pobre infeliz era que su trampa y su engaño no eran para otro, sino para él mismo, que habiendo descuidado unos detalles de atención se vio rápidamente reemplazado por su enemigo mordaz.

Todo lo tramado para poder liquidar a Barsut había caído el día que Barsut mismo conoció al astrólogo. Supo enseguida que los hombres como ese son encantados fácilmente, no tenía más que hablarle bien de sus planes cuando Erdosain no estuviera. Ponerle flores y endulzarle el oído, nadie lo puede resistir pensó, si le hablo de su grandeza, de mis aspiraciones a seguirlo fielmente en su empresa, si además de darle el dinero prometo conseguir más para cumplir con su meta, lo tendré en el bolsillo.

Y así fue, el astrólogo no era ningún tonto, pero era humano y caía igual que cualquiera así que, en un momento, tenía ahí a un hombre dispuesto a dar su vida por él y quería matarlo para conseguir un poco de dinero. No; sería desperdiciarlo pensó, tener alguien que trabaje para mis objetivos es más rentable. Tomó todos los recaudos para convencerlo de que su tarea sería la más noble de todas y lo dejó ir luego de que Erdosain lo creyera muerto.

Y así fue como Erdosain entraba agotado a su cuarto y se encontraba repentinamente con esta escena; Barsut y su prima parados frente a él, observando en la oscuridad del cuarto su cuerpo cansado. Ambos sabían que llevaba su arma en el bolsillo, fue Barsut quien se acercó y le dijo, no la necesitarás a donde vas, dámela.

No se resistió, sabía que los había traicionado a ambos siendo un canalla y les debía unas cuantas explicaciones.

Comenzó a tartamudear- Yo en realidad no quería, pero sabés como son las cosas, la soledad, ella lejos, mi vida sin sentido, los planes del astrólogo. Quería darme un motivo para seguir adelante.

-No importa ya, dijo con severidad Barsut y miró a Ester.

-¿Vos o yo? Le pregunto.

-Yo siempre tuve nervios de acero, pero mala puntería, vos.

Laura

domingo, 18 de enero de 2009

Sincronicidad (Jung)

Será a través de dos de sus escritos de 1952 como expondrá el concepto de sincronicidad:

  1. Sincronicidad como principio de conexiones acausales, publicado junto a una monografía de Wolfgang Pauli, «La influencia de las ideas arquetípicas en las teorías científicas de Kepler», en Interpretación de la naturaleza y la psique.
  2. Sobre sincronicidad, conferencia pronunciada en los encuentros Eranos.

En ellos establecerá que la manera en que los fenómenos se vincularían sería a través de su significado. Un típico ejemplo de sincronicidad se da cuando una persona constata que una imagen mental suya, netamente subjetiva, es reflejada, sin explicación causal, por un evento material exterior a él. En términos de Jung, sería la concordancia, en el nivel del significado, de una imagen mental con un fenómeno material que se dan simultáneamente. Por lo tanto, Jung considera que las sincronicidades son "concordancias significativas acausales". Para él, la sincronicidad es "la coincidencia de dos o más acontecimientos, no relacionados entre sí causalmente, cuyo contenido significativo es idéntico o semejante...".

Una de las citas favoritas de Jung sobre sincronicidad remite a la obra de Lewis Carroll A través del espejo, en la cual la Reina Blanca dice a Alicia: Es mala memoria, la que funciona sólo hacia atrás.

—Es una mermelada muy buena —dijo la Reina.

—Bueno, de todos modos hoy no me apetece.
—Hoy no la tendrías aunque quisieras —dijo la Reina—. La regla es: mermelada ayer, mermelada mañana... pero no hoy.
—Pero de vez en cuando debe haber «mermelada hoy» —objetó Alicia.
—No; no puede ser —dijo la Reina—. La mermelada toca al otro día; como comprenderás, hoy es siempre éste.
—No os comprendo —dijo Alicia—. ¡Lo veo horriblemente confuso!
—Es lo que pasa al vivir hacia atrás —dijo la Reina con afabilidad—: siempre produce un poco de vértigo al principio...
—¡Vivir hacia atrás! —repitió Alicia con gran asombro—. ¡Jamás había oído nada semejante!
—Sin embargo, tiene una gran ventaja: la memoria funciona en las dos direcciones.
—Desde luego, la mía solo funciona en una —comentó Alicia—. No puedo recordar cosas antes de que hayan sucedido.

—Es mala memoria, la que funciona sólo hacia atrás —comentó la Reina.

Lewis Carroll, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Capítulo 5, Lana y Agua.[1]

El surrealismo dio también una gran importancia a este tipo de fenómenos, denominados por André Breton «azar objetivo».

lunes, 12 de enero de 2009

Primera Carta (RILKE)

París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

Rainer Maria Rilke

lunes, 5 de enero de 2009

Posiblemente el hombre que vio a la partera

La plaza estaba colmada de artesanos a pesar de que el cielo anunciaba una copiosa lluvia. Recorría con la vista los puestos sin detenerme en nada particular cuando comenzaron a escucharse los rumores de Zeus que hacían temblar la tierra. En pocos instantes todos estarían en plenos preparativos y a las corridas para albergarse en algún lugar seguro y evitar el aguacero.

Me senté en un banco mientras pensaba qué hacer, si buscar los papeles o terminar con esto de una vez. Tenía en mi maletín todo lo que necesitaba para emprender el gran viaje, la transmutación.

Había leído que algunos sostienen lo siguiente; la transmutación del cuerpo nos haría formar parte del infinito de un modo que, no nos es posible conocer en este estado de existencia, pero sí lo sería luego. Yo creo que siempre formamos parte del infinito, el problema es que en un cuerpo, destinado al cambio, con conciencia de él y capacidad auto-reflexiva, terminamos pensando más en lo individual como separado del todo y nos perdemos en un laberinto de singularidad equívoca. Este tipo de pensamiento nos lleva a concebir la existencia de la muerte, lo cual resulta absurdo si lo analizamos desde la perspectiva que incluye la totalidad del universo como aquello de lo que formamos parte, ya que “no perece lo que no se genera” y si el alma o la mónada que gobierna nuestro cuerpo no es generada, tampoco perece, solo transmuta. Si somos parte del cosmos y de este modo participamos del equilibrio universal, parecería ser que yo requería un cambio, un cambio radical, un cambio de estado.

-¿Por qué somos tan limitadas las criaturas? Si todo estaba determinado ¿Qué debería hacer en este momento? Qué era lo necesario, ¿yo era necesario? Qué hacer, qué hacer…Esa era mi única preocupación, mi mente estaba subsumida plenamente en ese pensamiento.

Abandoné el banco de la plaza y lo cambié por una silla en un bar, esto me permitiría pensar lejos de la lluvia, o al menos no debajo de ella. Buscar un motivo para no abandonar esta existencia y persistir en ella requería un gran esfuerzo de voluntad, y bajo la lluvia se volvía un tanto confuso.

Pedí un café cortado mientras observaba la calle, el calor húmedo comenzaba a subir, parecían lenguas de vapor en lucha por beberse las gotas de agua que caían vacilantes y temerosas sobre el asfalto caliente. Todo esto me hacía pensar más aún en el movimiento y el cambio. No hay muerte, me decía convencido. -Pero tampoco hay salida, me interrumpió una voz en off. Tampoco hay salida repetí mentalmente.

La gente pasaba corriendo por la vereda, se refugiaban bajo los aleros de los negocios. El astrólogo pasó y me vio, notó raudamente mi estado de ensimismamiento, el gesto en mi rostro debería manifestar cierto extravío. Me regaló una sonrisa comprensiva y cómplice y siguió su camino. Agradecí esta atención suya siempre, será por eso que terminé formando parte de uno de sus planes.